El-coleccionismo-Walter-Benjamin

Walter Benjamin – El Coleccionismo

Introducción de Beatriz Sarlo

Traducción de María G. Tellechea y Martina Fernández Polcuch

El Coleccionista67
[1931]

«Toutes ces vieilleries-là ont une valeur morale»

CHARLES BAUDELAIRE

 

«Je crois … à mon âme: la Chose».

LÉON DEUBEL, CEuvres, París, 1929, p. 193

Este fue el último hospedaje de las criaturas maravillosas que vieron la luz del día en exposiciones mundiales como baúles de viaje patentados con iluminación interior, como cortaplumas de un metro de largo o mango de paraguas patentado con reloj y revólver.

Y, junto a las gigantes criaturas deformes, la materia atascada, a mitad de camino. Caminamos por el estrecho y oscuro pasillo hasta encontrar una suerte de living entre una librairie en solde — donde atados de legajos polvorientos daban testimonio de toda forma de quiebra — y una tienda que no vendia sino botones (de nácar y de los que en París se llaman de fantaisie). Una lámpara a gas iluminaba un  empapelado de colores pálidos lleno de cuadros y bustos. Bajo su luz leía una anciana. Está sentada ahí sola como desde hace años y busca dentaduras «de oro, de cera y rotas». Desde ese día también sabemos de dónde sacó el doctor Mirakel la cera con la que fabricó a Olimpia.

«La multitud se lanza al pasaje Vivienne, donde no se ve, y abandona el pasaje Colbert, donde quizá se ver demasiado. Un día quisieron hacerla volver, a la multitud, inundando la rotonda cada tarde de una música armoniosa que, invisible, se filtraba por los peinazos del entrepiso.

Pero la multitud vino a asomar la nariz por la puerta y no entró, sospechando en esa novedad una conspiración contra sus costumbres y sus placeres rutinarios». Le livre des Cent-et-un, x, París, 1833, p. 58. Hace quince años se trató de ayudar de una forma parecida al almacén W. Wertheim a levantarse, y fue también en vano. En el gran pasaje que lo atravesaba había conciertos.

Nunca hay que confiar en aquello que dicen los poetas sobre sus propios escritos. Cuando Zola quiso defender su Thérèse Raquin de las críticas hostiles, explicó que su libro era un estudio científico acerca de los temperamentos.

Dijo que le interesaba mostrar a través de un ejemplo la evolución exacta del modo en que el temperamento sanguíneo y el nervioso actúan — en detrimento de ambos — el uno sobre el otro. A nadie le podía caer bien esta información. Tampoco aclara la razón de incorporar en la trama, de manera efectista, elementos sensacionalistas, sanguinarios y de una atrocidad cinematográfica. No es casual que transcurra en un pasaje. Si hubiera algo en este libro que fuera científico, en todo caso, sería la muerte de los pasajes parisinos, el proceso de descomposición de una arquitectura.

El aire de este libro está atestado de sus venenos y, al respirarlo, fenecen sus personajes.

En 1893, las cocottes son expulsadas de los pasajes.

En estos espacios, la música pareciera haberse instalado recién cuando empezó su decadencia, recién cuando las bandas de música mismas comenzaron — por decirlo de alguna manera — a pasar de moda, porque empezaba a aparecer la música mecánica. De modo que es como si estas bandas, en verdad, se hubieran refugiado ahí. (El «teatrófono» de los pasajes fue, en cierto sentido, el precursor del gramófono). Y, sin embargo, había música en el espíritu de los pasajes, una música panorámica que ahora solo se puede escuchar en conciertos de una elegancia anticuada, como los de la orquesta del centro de rehabilitación de Montecarlo: las composiciones panorámicas de David, por ejemplo, Le désert, Christophe Colomb, Herculanum.

Fue un gran orgullo poder tocar ante una delegación de políticos árabes que vino a París en los años sesenta (?) su Le désert en la gran Ópera (?).

«Cineoramas; Gran Globo celeste, esfera gigantesca de 46 metros de diámetro donde tocarán para nosotros música de Saint-Saëns». Jules Claretie, La vie à Paris 1900, París, 1901, p. 61.

Estos espacios interiores suelen albergar comercios que fueron envejeciendo, y también aquellos que son absolutamente actuales adquieren en ellos un rasgo de abandono. Es el lugar en el que las agencias de información y de investigación le siguen la pista al pasado bajo la luz tenue de las galerías superiores. En las vidrieras de las peluquerías se ve a las últimas mujeres de pelo largo. Tienen masas de pelo abultadamente onduladas que son «indéfrisables», bucles de pelo petrificado. Deberían dedicar pequeñas lápidas votivas a quienes hicieron de estas construcciones un mundo propio, Baudelaire y Odilon Redon, cuyo nombre mismo cae como un rulo casi perfectamente ensortijado. En lugar de eso, se las ha traicionado y vendido y se ha utilizado la cabeza de Salomé, si es que aquello que está soñando desde el anaquel no es la cabeza embalsamada de Anna Czillag. Y mientras se vuelven piedra, arriba la mampostería de los muros se ha vuelto quebradiza. Quebradizos son también los espejos.

El factor decisivo en el coleccionismo es despojar al objeto de todas sus funciones originales para que entable con sus semejantes la relación más estrecha imaginable.

Esto es diametralmente opuesto a la utilidad y se halla bajo la curiosa categoría de completitud. Qué vendría a ser esa «completitud» (?). Es un excelente intento de superar lo completamente irracional de su mera existencia colocándolo en un nuevo sistema histórico, creado especialmente para ese fin: la colección. Y para el verdadero coleccionista, en este sistema, cada mínima cosa se convierte en una enciclopedia de toda la ciencia de la época, del paisaje, de la industria, del propietario del que proviene. Ese es el hechizo más profundo del coleccionista: encerrar algo único dentro de un círculo mágico, en el que queda fijado mientras lo recorre un último escalofrío (el escalofrío de ser adquirido). Todo lo recordado, lo pensado, lo consciente se convierte en pedestal, en marco, en podio, en candado de su patrimonio. No hay que pensar que justamente al coleccionista le es ajeno el Τόπος υπερουράνιος68, según Platón, alberga los arquetipos inmutables de las cosas. Él se pierde, sin dudas. Pero tiene la energía de volver a levantarse sosteniendose de una rama delgada, y del mar de niebla que circunda su mente se erige la pieza que acaba de adquirir, como una isla. Coleccionar es una forma de ejercer la memoria práctica y es, entre las manifestaciones profanas de la «proximidad», la más concisa.

De modo que cada minúsculo acto de reflexión política marca de cierta manera una época en el comercio de antigüedades. Estamos construyendo acá un reloj que despierta de un sobresalto al kitsch del siglo pasado para que «asista a la reunión».

Naturaleza sin vida: el local de conchas de los pasajes. Strindberg cuenta en los Sufrimientos del navegante de «un pasaje con locales iluminados». «Entonces, continuó adentrándose en el pasaje […]. Había todo tipo de locales, pero no se veía ni a una sola persona, ni detrás de los mostradores ni delante de ellos. Cuando ya había caminado un rato, se quedó parado frente a una ancha vidriera, detrás de la cual había una exposición entera de caracoles.

Como la puerta estaba abierta, entró. Desde el piso hasta el techo había estanterías con caracoles de todo tipo, juntados de todos los mares de la Tierra. No había nadie adentro, pero había un anillo de humo de tabaco flotando en el aire […] Y entonces retomó la marcha, siguiendo por el pasillo azul y blanco. El pasaje no era resto, sino curvado, de modo que nunca se veía el final; y siempre aparecían nuevos locales, pero estaban despoblados y no se divisaba a sus dueños. La imprevisibilidad de los pasajes en extinción es un movimiento distintivo. Strindberg; Märchen[Cuentos], Múnich y Berlín, 1917, pp. 52-53 y 59.

Hay que recorrer las Fleurs du Mal observando cómo las cosas se elevan a la categoría de alegoría. Hay que seguir el uso de las mayúsculas.

Al final de Matière et Mémoire, Bergson desarolla la idea de que la percepción es una función del tiempo. Si nosotros — por decirlo de una manera — viviéramos ciertas cosas de forma más relajada, otras de forma más rápida, con otro ritmo, entonces nada tendría «duración» para nosotros, todo ocurriría frente a nuestros ojos, todo nos tomaría por asalto. Pero eso es lo que experimenta el gran coleccionista con las cosas. Ellas lo toman por asalto. El modo en que va detrás de ellas y las encuentra, el cambio que provoca en el resto de las piezas el ingreso de una nueva: todo esto le muestra sus objetos en un constante aluvión. Ahí, los pasajes parisinos se contemplan como si fueran posesiones en manos de un coleccionista. (De alguna manera se puede decir que el coleccionista vive un trozo de vida de ensueño. Pues, también en los sueños, el ritmo de la percepción y la experiencia se altera de tal manera que todo — incluso lo que parece ser lo más neutral — nos toma por asalto, nos toca de cerca. Para entender los pasajes a fondo, los sumergimos en la capa más profunda del sueño, hablamos de ellos como si nos hubieran tomado por asalto).

«El discernimiento de la alegoría asume dimensiones desconocidas para uno mismo. Hemos de notar, de paso, que la alegoría, ese género tan espiritual que los pintores poco hábiles nos han acostumbrado a despreciar, pero que es verdaderamente una de las formas primitivas y más naturales de la poesía, recupera su legítimo dominio en el discernimiento iluminado por la embriaguez”.

Charles Baudelaire, Les paradis artificiels, París, 1917, p. 73. (De lo que sigue luego se deduce, sin ninguna duda, que Baudelaire, en efecto, está pensando en la alegoría y no en el símbolo. El fragmento fue tomado del capítulo sobre el hachís). El coleccionista como alegorista.

«La publicación de Histoire de la Société française pendant la Révolution et sous le Directoire abre la era del bibelot. Y no es cuestión de ver en esta palabra una intención despreciativa; al bibelot histórico antaño se lo llamaba reliquia». Rémy de Gourmont, Le IIe livre des Masques, París, 1924, p. 259. Lo que se menciona es la obra de los hermanos Goncourt.

El verdadero método para que las cosas se nos hagan presentes es imaginarlas en nuestro espacio (no a nosotros en el de ellas). (Así actúa el coleccionista y también la anécdota). Las cosas, imaginadas así, no admiten ninguna construcción mediadora sacada de «grandes contextos».

También la contemplación de las grandes cosas del pasado — la catedral de Chartres, los templos en Paestum — es en verdad (cuando sale bien) una manera de recibirlas en nuestro espacio. No es que nosotros nos pongamos en su lugar, sino que ellas entran en nuestra vida.

En el fondo, resulta bastante extraño el hecho de que se hayan producido objetos para coleccionar de forma industrial. ¿A partir de cuándo? Habría que investigar las distintas modas que dominaron el coleccionismo del siglo XIX. Del período Biedermeier es típica — ¿también en Francia? — la obsesión por las tazas. «Padres, hijos, amigos, parientes, jefes y subordinados exponen sus sentimientos a través de tazas. La taza es el regalo preferido, el adorno favorito para decorar la habitación; del mismo modo que Federico Guillermo III atiborró su despacho con pirámides de tazas de porcelana, también el burgués juntó sobre su aparador el recuerdo de los acontecimientos más importantes, de las horas más preciadas de su vida, en forma de tazas”. Max von Boehn, Die Mode im XIX Jahrhundert, II, Múnich, 1907, p. 136.

La propiedad y la posesión están encuadradas en la táctica y se hallan en cierta oposición a lo óptico. Los coleccionistas son personas con instinto táctico. Por cierto, con el reciente repliegue del naturalismo, ha cesado la primacía de lo óptico que domina el siglo pasado.

Materia malograda: es la elevación de la mercancía al estatus de alegoría. El carácter fetichista de la mercancía y alegoría.

Se puede partir de la premisa de que el verdadero coleccionista saca al objeto de su contexto funcional, pero esa no es una mirada exhaustiva sobre este curioso modo de comportamiento. Pues ¿no es esa la base sobre la cual se alza una contemplación «desinteresada» — en el sentido kantiano y schopenhaueriano —, de tal manera que el coleccionista consigue una visión sin parangón del objeto, una visión que ve más y diferente a la del propietario profano y que habría que comparar más bien con la visión del gran fisonomista? Pero para hacerse una idea mucho más precisa de cómo esta recae sobre el objeto hay que recurrir a otra observación. Es que hay que saber algo: para el coleccionista, el mundo vive en cada uno de sus objetos y, además, de forma ordenada. Aunque ordenada según un criterio sorprendente e incomprensible para el profano.

Este criterio es a la disposición y la esquematización común de las cosas más o menos como lo que su orden en la enciclopedia es a un orden natural. Basta con recordar lo importante que es para todo coleccionista no solo su objeto, sino también su pasado completo, tanto el de su origen y su calificación objetiva como los detalles de su historia aparentemente superficial: antiguo propietario, precio de compra, valor, etc. Todo esto, tanto los datos “objetivos” como los otros, se reúnen para el verdadero coleccionista en cada una de sus propiedades hasta formar una enciclopedia mágica entera, un orden mundial, cuyo compendio os el destino de su objeto. Aquí, pues, en este estrecho campo, se puede considerar que los grandes fisonomistas (y los coleccionistas son fisonomistas del mundo de las cosas) se convierten en adivinos. Basta con observar a un coleccionista manipulando los objetos de su vitrina. En cuanto los sostiene en sus manos, parece surgir una especie de inspiración en él, parece ser un mago que puede ver más allá de ellos, divisar su lejanía. (Sería interesante estudiar al coleccionista de libros como el único que no necesariamente ha despojado sus tesoros de su contexto funcional).

Pachinger, el gran coleccionista amigo de Wolfskehl, ha reunido una colección que podría estar a la altura de la colección Figdor de Viena en cuanto a lo proscripto, lo decadente. El ya casi no sabe cómo son las cosas en la vida; les describe a sus visitantes, además de los aparatos antiquísimos, los pañuelos, los espejos de mano, etc.

Cuentan que un día pasó por el Stachus y se agachó para levantar algo, se trataba de una cosa que llevaba semanas buscando: un boleto de tranvía impreso con fallas que solo había estado unas horas en circulación.

Una apología del coleccionista no debería pasar por alto estas invectivas: «La avaricia y la vejez, observa Gui Patin, siempre se entienden a la perfección. La necesidad de acumular es uno de los signos precursores de la muerte, tanto en los individuos como en las sociedades. Lo constatamos en su forma aguda en la fase previa a una parálisis.

También existe la manía de coleccionar, en neurología: ‘el coleccionismo’. / Desde la colección de hebillas para el pelo hasta la caja de cartón con el rótulo: trocitos de piolín que no sirven para nada». Les 7 péchés capitaux, París, 1929, pp. 26-27 (Paul Morand, L’avarice), ¡véase también el coleccionismo en los niños!

“No estoy seguro de que hubiera estado tan plenamente poseído por aquel asunto de no haber sido por los montones de cosas fantásticas que había visto apiñadas en el almacén de antigüedades. Estas cosas, apiladas también en mi pensamiento con relación a la niña y reunidas en torno a ella, me la hacían presente y palpable. Yo tenía su imagen, sin ningún esfuerzo de la imaginación, rodeada y acuciada por cuanto era extraño a su naturaleza y opuesto a las simpatías de su sexo y edad. Si hubieran faltado estas ayudas a la imaginación, y me hubiera visto obligado a imaginarla en una habitación corriente, sin nada inusual ni estrambótico, es muy probable que me hubiera impresionado menos su condición solitaria y abandonada. Pero, en aquel estado de cosas, ella parecía existir en una especie de alegoría…”. Charles Dickens, Der Raritätenladen, Leipzig, ed. Insel, pp. 18-19.

Wiesengrund, en un ensayo inédito sobre La tienda de antigüedades de Dickens: «La muerte de Nell está condensada en la frase: ‘Todavía quedaban allí algunas pequeñeces, unas míseras cosas, sin valor, que seguramente habría querido llevarse consigo, pero no era posible’. […]

Pero el hecho de que la posibilidad de transición y de salvación dialéctica sea inherente a este mundo de las cosas, un mundo infame y perdido, es algo que Dickens reconoció y expresó mejor de lo que podría ser posible para la fe romántica en la naturaleza, en aquella poderosa alegoría del dinero que engloba la representación de la ciudad industrial: ‘…dos peniques viejos, desgastados, ennegrecidos. ¡Quién sabe si brillaban tanto a los ojos de los ángeles como las letras doradas cinceladas sobre lápidas!”.

«La mayoría de los aficionados reúne su colección dejándose guiar por la suerte, como los bibliófilos en las librerías de usados […]. M. Thiers procedió de otro modo: antes de reunir su colección, la había formado por completo en su cabeza; tenía trazado un plan, que le llevó reinta años ejecutar. M. Thiers posee lo que ha querido poseer […]. ¿De qué se trataba? De disponer a su alrededor un compendio del universo, es decir, hacer que en un espacio de unos ochenta metros cuadrados se encuentren Roma y Florencia, Pompeya y Venecia, Dresde y La Haya, El Vaticano y El Escorial, El British Museum y el Hermitage, la Alhambra y el Palacio de Verano […]. ¡Pues bien! M. Thiers pudo llevar a cabo una idea así de vasta con gastos moderados, efectuados año tras año durante tres décadas […] Queriendo antes que nada fijar en las paredes de su morada los recuerdos más preciosos de sus viajes, M. Thiers encargó […] copias reducidas de las más famosas piezas de pintura […]. Así […] al entrar en su casa, uno se encuentra de inmediato rodeado de obras maestras surgidas en Italia durante el siglo de León X. La pared frente a las ventanas está ocupada por el Juicio final situado entre la Disputa del Santo Sacramento y La escuela de Atenas. La Asunción de Tiziano decora la parte alta de la chimenea, entre la Comunión de San Jerónimo y la Transfiguración. La Madonna Sixtina hace contrapeso a la Santa Cecilia, y en los entrepaños están enmarcadas las Sibilas de Rafael entre el Sposalizio y el cuadro que representa a Gregorio IX entregando las decretales a un abogado del consistorio […] Como estas copias están reducidas a la misma escala o casi […] el ojo encuentra con placer la grandeza relativa de los originales. Están pintadas con acuarela». Charles Blanc, Le cabinet de M. Thiers, Paris, 1871, pp. 16-18.

“Casimir Périer decía un día, visitando la galería de cuadros de un ilustre aficionado… ‘Todo esto es muy hermoso, pero son capitales dormidos’ […]. Hoy […] habría que responderle a Casimir Périer […] que […] los cuadros […], cuando son auténticos; los dibujos, cuando se reconoce en ellos la firma del maestro […] duermen un sueño reparador y provechoso […]. La […] venta de las curiosidades y de los cuadros de M. R. […] ha probado con números que las obras de genio son valores tan sólidos como el Orléans y un poco más seguros que un depósito”. Charles Blanc, Le trésor de la curiosité, Il, París, 1858, p. 578.

La contraparte positiva del coleccionista, que al mismo tiempo encarna su estado de perfección en la medida en que libera a las cosas del yugo de ser útiles, se puede describir con estas palabras de Marx: “La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos e inactivos que un objeto solo es nuestro cuando lo tenemos, es decir, cuando existe para nosotros como capital o cuando es […] utilizado por nosotros”. Karl Marx, Der historische Materialimus. Die Frühschriften, ed. por Landshut y Mayer, Leipzig [1932], I, p. 299 (Nationalökonomie und Philosophie).

“El lugar de todos los sentidos físicos e intelectuales […] ha sido tomado por la simple enajenación de todos esos sentidos, por el sentido del tener. (Sobre la categoría del tener véase Heß en los ‘21 Bogen’ [21 folios])”. Karl Marx: Der historische Materialismus, Leipzig, I, p. 300 (Nationalökonomie und Philosophie).

“Solo puedo relacionarme en la práctica de un modo humano con la cosa cuando la cosa se relaciona humanamente con el ser humano». Karl Marx, Der historische Materialismus, Leipzig, I, p. 300 (Nationalökonomie und Philosophie).

Las colecciones de Alexandre du Sommerard en el fondo del Museo Cluny.

El quodlibet tiene algo del ingenio del  coleccionista y del flâneur.

El coleccionista actualiza las ideas arcaicas de propiedad que están latentes. Es muy probable que estas ideas de propiedad estén vinculadas con el tabú, como lo da a entender la siguiente nota: “Sin duda […] el tabú es la forma primitiva de la propiedad. Al comienzo, de manera emotiva y ‘sincera’, y más tarde como procedimiento corriente y legal, el carácter tabú constituía un título.

Apropiarse de un objeto es convertirlo en sagrado y temible para cualquier otro que no sea uno mismo, convertirlo en ‘partícipe’ de uno mismo”. N. Guterman y H. Lefebvre, La conscience mystifiée, París, 1936, p. 228.

Fragmentos extraídos de Economía y filosofía de Marx: “La propiedad privada nos ha hecho tan estúpidos e inactivos que un objeto solo es nuestro cuando lo tenemos”. “El lugar de todos los sentidos físicos e intelectuales […] ha sido tomado por la simple enajenación de todos esos sentidos, por el sentido del tener”. Cit. en Hugo Fischer: Karl Marx und sein Verhältnis zu Staat und Wirtschaft, Jena, 1932, p. 64.

Los antepasados de Balthazar Claës eran coleccionistas.

Modelos para El primo Pons: Sommerard, Sauvageot, Jacaze.

El aspecto fisiológico de la actividad de coleccionar es importante. Al analizar este comportamiento, no hay que pasar por alto que esta actividad tiene una clara función biológica en la construcción de los nidos de las aves.

Supuestamente, se encuentra una referencia a esto en el “Trattato sull’architettura” de Vasari. A Pavlov también le habría interesado el coleccionismo.

Vasari habría afirmado — ¿en el “Trattato sull’architettura”? — que el término «grotesco» proviene de las grutas en las que los coleccionistas guardan sus tesoros.

Coleccionar es un fenómeno originario de estudiar: el estudiante colecciona conocimientos.

Cuando analiza la relación del individuo medieval con sus objetos, por momentos, Huizinga se sirve del género literario “testamento”: “Esta forma literaria solo es comprensible si no se olvida que los hombres de la Edad Media estaban, en efecto, acostumbrados a disponer por separado y extensamente en su testamento hasta de las cosas más insignificantes [!] de sus propiedades. Una mujer pobre deja su traje de los domingos y su gorra a su parroquia, su cama a su ahijado, un tapado de piel a la mujer que la cuidaba, su vestido de todos los días a una mujer pobre y cuatro libras tornesas [sic], que constituían toda su fortuna, juntamente con otro traje y otra gorra, a los minoritas [Champion, Villon, II, p. 182]. ¿No debemos reconocer también en esto una manifestación muy trivial del mismo modo de pensar que hacía de cada caso de virtud un ejemplo eterno y veía en cada costumbre una institución divina?”. J. Huizinga, Herbst des Mittelalters, Múnich, 1928, p. 346. Lo que más llama la atención de este notable pasaje es que en la época de la producción masiva estandarizada ya no sería posible, por ejemplo, una relación semejante con los bienes muebles. Esto plantearía de por sí la pregunta de si las formas de argumentación a las que alude el autor — en general, ciertas formas de pensamiento de la escolástica (apelación a la autoridad heredada) — no estarían relacionadas con las formas de producción. El coleccionista, para quien las cosas se enriquecen con el conocimiento que tiene él de su origen y su duración en la historia, establece con ellas un vínculo similar, que ahora resulta arcaico.

Tal vez la motivación más oculta del que colecciona pueda describirse así: es librar la lucha contra la dispersión. Desde un primerísimo momento, el gran coleccionista se siente tocado por la confusión, la distracción que rodea a las cosas del mundo. Fue este mismo espectáculo del que tanto se ocuparon las personas en el Barroco; en particular, la visión del mundo que tiene el alegorista no se puede explicar sin tener en cuenta el efecto pasional de este espectáculo. El alegorista es, en cierta manera, el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a tratar de arrojar luz sobre las cosas investigando, por ejemplo, qué otras cosas le son afines y podrían corresponderse con ellas. Las despega de su contexto y desde el principio confía plenamente en su sagacidad para dilucidar su significado. El coleccionista, en cambio, une lo que se corresponde entre si; de ese modo puede lograr informar sobre las cosas a partir de sus afinidades o de su sucesión en el tiempo. No obstante — y esto es más importante que cualquier diferencia que pueda existir entre ellos —, en cada coleccionista habita un alegorista y un coleccionista en cada alegorista.

Para el coleccionista, su colección nunca estará completa, y aunque le falte tan solo una pieza, todo lo que ha conseguido coleccionar seguirá siendo una obra incompleta, tal como son las cosas para la alegoría, en realidad, desde un principio. Del otro lado, el alegorista, para quien las cosas encarnan tan solo palabras clave en un diccionario secreto que revelará sus significados al experto, nunca tendrá suficientes cosas, de las que una puede representar tan poco a la otra como una reflexión puede prever el significado que la sagacidad es capaz de habilitar en cada una de ellas.

Animales (pájaros, hormigas), niños y ancianos como coleccionistas.

Una especie de desorden productivo es el canon de la mémoire involontaire así como el del coleccionista.

“Y mi vida era ya lo bastante larga para que, en regiones opuestas de mis recuerdos, encontrara una persona para completar más de una de las que me ofrecía. […] Así, un aficionado al arte al que muestran la hoja de un retablo recuerda en qué iglesia, en qué museos, en qué colección particular están dispersas las demás (así como, al seguir los catálogos de las ventas o al frecuentar los anticuarios, acaba encontrando el objeto gemelo del que posee y forma con él un par); puede reconstituir en su cabeza la predela del altar entero”. Marcel Proust, Le temps retrouvé, París, II, p. 158. Le mémoire volontaire, por el contrario, es un archivo que provee al objeto de un número de registro, detrás del cual él desaparece. «Bueno, ahí habríamos estado”. (“Para mí fue todo un acontecimiento”).

Queda por investigar qué tipo de relación tiene la dispersión de la utilería alegórica (de la obra incompleta) con ese desorden creativo.

67. Este texto corresponde a la entrada «H» de Das Passagen-Werk, tomado de Gesammelte Schriften, Suhrkamp, Fráncfort, 1982.

68. Tópos hyperuránios, en griego antiguo, «el lugar que va más allá del cielo», ,»el lugar supraceleste». [N. de T.]

BENJAMIN, Walter. El Coleccionista. En: El Coleccionismo. Argentina, Ediciones Godot, 2022. Pág. 95-110.