Tiempo de Exposición – Jorge Ortiz
“Estoy haciendo lo mismo que Daguerre, de otra manera”
Jorge Ortiz
El mundo es la superficie donde se despliega el misterio. Las nubes, las marcas leves del tiempo. Los cables eléctricos, las rayas de la ciudad sobre el infinito. Los cultivos, dibujos estampados sobre la tierra. El día, la fiesta solar de colores, formas y texturas. La noche, la pausa que todo lo vuelve abstracto y sin peso. El Valle de Aburrá, indiferente a la historia, la cuenca donde sucede la luz y la sombra, lo visible y lo invisible. Jorge Ortiz, el testigo que llevó al límite la fotografía, para pintar con ella todos estos misterios que no se podían fotografiar.
Le ha dedicado su vida a esta exploración. Lo ha hecho con sus ojos educados en el diseño, disciplina para la que lo real es una información visual que se lee en términos de ritmo, líneas, volumen, peso, masa, planos. Sus problemas son los de los paisajistas de todas las épocas: entender la naturaleza en clave de luz, espacio, tiempo. Sin embargo, sus caminos han sido otros.
A finales de la década de los 70, cuando todavía era un estudiante, fue el más austero fotógrafo. No se dejó seducir por el aturdidor e inabarcable espectáculo de las formas. En un ejercicio ascético radical, habló con el idioma duro, extremo, del blanco y el negro de los cables eléctricos, atravesando ese cielo que siempre lo ha obsesionado. En esta serie llamada escuetamente “Cables”, críticos como Carlos Arturo Fernández han visto una nueva manera de referirse a lo local, diferente a la folclórica y regionalista de la escuela paisajista antioqueña. Luis Fernando Valencia, por su parte, les reconocería su calidad de inéditos paisajes urbanos. Otros, como Santiago Rueda, señalaron allí un minimalismo constructivo que los acercaba a las esculturas geométricas que John Castles, Ronny Vayda, Germán Botero y Alberto Uribe estaban produciendo por aquellos años. Ciertamente, eran imágenes que explotaban el formato y las posibilidades de la fotografía. Tanto así, que la colección Cisneros, de la que hoy hacen parte algunas piezas de esta serie, las cataloga como “dibujos”, en la misma línea de Eduardo Serrano quien vio en ellos trazos que dibujaban abstracciones.
Después vino el silencioso baile del tiempo sobre un muro. Respetuoso como un monje, intrigado como un niño, miró hacia el Boquerón, accidente geográfico local que siempre lo ha ubicado en el Valle y propuso una nueva lectura. Para ello, usó un filtro amarillo que tradujo el azul del cielo al negro más profundo y estalló el blanco en toda su potencia. En este ejercicio, el horizonte ya no lo marcarían las montañas de Francisco Antonio Cano de la tradición, sino la línea invisible de la pared del patio donde ubicó una cámara sobre un trípode. Con este punto de referencia, registró los sutiles e incesantes cambios atmosféricos (en una acción de “valor matemático y procesal” diría Alberto Sierra). El obturador disparó cada cinco minutos. Entonces, las nubes fueron las azarosas marcas del tiempo y sus imágenes, un impasible reloj cósmico. Potente y silenciosa meditación visual que terminó siendo uno de los primeros detonantes de la fotografía conceptual latinoamericana, según Jorge Lopera, Melissa Aguilar y Halim Badawi, entre otros.
La fotografía después de la fotografía
Su despojamiento visual continuó. Desde la década de los 80, renunció no solo a las formas, al color, el espectáculo del mundo, sino que prescindió incluso de la cámara. Aunque no de la escritura (grafía) de la luz (foto) sobre diferentes superficies (papel, madera, materia vegetal, piedra, etc.), que pasó a ser desde entonces su principal búsqueda.
La obra “La luz del Valle de Aburrá”, que llevó a la IV Bienal de Medellín (1981), se trataba de un papel fotográfico de varios metros ennegrecido por la exposición a la luz, al frente del cual ubicaba otro papel de igual dimensión, pero con su superficie fijada en blanco. Así mostró, de la manera más esencial, el comportamiento de la luz en el valle intoxicado: “Cuando se mira la montaña oriental de Medellín -dice Ortiz-, se ven los tonos de verde, los ritmos, los elementos visuales. Eso es puro diseño, un problema de pintura y de observación. Sin embargo, si se mira el lado occidental solo hay contaminación, y la montaña se ve como un cartón, negra, sin matices. Lo que hice fue evidenciar la luz del entorno de acuerdo con lo que yo aprecio”. Con esta obra, Ortiz le daría un vuelco a su trabajo: “Entonces dije: no más cámara. Y ahí empezó el cuento”.
Durante el Primer Coloquio de Arte no Objetual, que se hizo al tiempo en la Medellín, Ortiz protagonizó otro desajuste a los códigos de la imagen y del arte en la acción “Dibujo – Paisaje”. Lo hizo a partir de una idea contundente y unos elementos mínimos y radicalmente fotográficos. Entonces, tiró un rollo de varios metros de papel fotográfico desde la terraza del recién inaugurado edificio del Museo de Arte Moderno. El papel, al exponerse a la luz, vira inmediatamente al violeta ante la vista de los espectadores. “Lo que quise mostrar allí -dice Ortiz- fue un problema de sensibilidad formal de una rapidez absoluta”. Luis Caballero recordaría, unas décadas después, esta acción como el momento en el que “Jorge Ortiz se nos adelantó a todos”.
Se da, sin embargo, una paradoja temporal en “el cuento” que desde entonces empieza a narrarnos. Por un lado, el artista parecería el adelantado mayor en los mares del arte contemporáneo adonde llegó antes que la mayoría de su generación, como lo señaló certeramente Caballero. Pero, por el otro lado, también ha viajado hacia atrás en el tiempo para beber de la sensibilidad primigenia de Daguerre. Con éste comparte el asombro inicial ante las posibilidades de la técnica fotográfica, la fascinación por su incontrolable magia y la intriga por los umbrales metafísicos que abre (en este punto se acerca también a Ronald Barthes). Asuntos frente a los que nuestros ojos del siglo XXI, saturados de imágenes, están hoy anestesiados.
Así Ortiz, mirando hacia adelante, arropado en la radical libertad contemporánea, está sin embargo con un pie en los orígenes, compartiendo la sorpresa de los fotógrafos pioneros del siglo XIX. Su experimentación ha terminado acercándolo a los bordes de la alquimia, ese espacio donde le gusta anclar. No para buscar oro, dice, sino la piedra filosofal. Y es que, sin duda, hay un aliento místico en su exploración de la esencia de la materia.
Artista de acciones simbólicas, realizó varias para cerrar aquella primera etapa -donde salía al exterior con una cámara buscando que la realidad impresionara la película fotográfica- para pasar a la actual donde se decide por la magia del cuarto oscuro y declara que su búsqueda no está afuera, sino adentro. Para marcar este quiebre, transforma simbólicamente su cámara en una escultura. Recorta sus negativos y los convierte en una pieza artística. Pinta las herramientas del cuarto oscuro con químicos. Deja que los reveladores se cristalicen y se transformen en objetos sólidos. “Aumenta” su archivo fotográfico, sumergiéndolo en reveladores para que los negativos se inflen. Gestos, más que nostálgicos o violentos, iconoclastas y juguetones.
Paisajes que respiran
Emprende entonces su búsqueda de los fundamentos últimos de la naturaleza, renunciando a representarla en una fotografía o una pintura, para dejar que sea ella misma la que se revele -en todos los sentidos de la palabra-, crezca, se expanda, tome sus caminos y sus formas sobre diferentes soportes. En ellos, los reveladores disparan un proceso de oxidación que hace posible obras vivas, en constante mutación. Autónomas hasta cierto punto, ya que el artista deja que “la luz haga el trabajo”. Un ejemplo de esto es la icónica instalación con la que participó en 1997 en el I Premio Luis Caballero en la Galería Santa Fe del Planetario Distrital de Bogotá, llamada “Un bosque, un jardín”. Allí. con reveladores y en la oscuridad, pintó trazos verticales sobre las paredes (el bosque), mientras intervino el suelo con círculos (el jardín). Los espectadores ingresaron a la sala y cuando se encendieron las luces, los químicos reaccionaron y los dibujos emergieron ante ellos. El paisaje no se imitó entonces, como se ha hecho desde el Renacimiento, sino que simplemente sucedió, en tiempo real: el transcurso de la muestra.
Es decir, Ortiz no imita texturas orgánicas en estas obras, sino que asiste a la emergencia de las formas fractales, a los devenires de la mancha, a los surcos inesperados de la luz. Sin embargo, no se trata solo de presenciar pasivamente las chispas del azar y el accidente. Hay un conocimiento previo y adquirido del comportamiento de los químicos, los soportes y los materiales. Se trata de un orden interno que Ortiz entiende y, por eso, puede provocar y retar. Un caos controlado, en el que el artista hace, dejando hacer. La luz interactúa y responde. Los químicos reaccionan. Ortiz asiste con su atención aguzada y se aprovecha de las epifanías biológicas. Así explica, por ejemplo, su experiencia del color: “Puedo sacar verdes y dorados, pero es el azar el que me los regala. No hay términos, no hay proporciones”. No los hay, pero él, gracias a su experiencia, los intuye y magistralmente direcciona.
Desde esta perspectiva, la foto-grafía parece seguir un camino paralelo al de la foto-síntesis: “La técnica de la fotografía -dice- es la única análoga a la naturaleza, porque consiste también en un proceso de oxidación, como el de la clorofila”. Una demostración de este enunciado científico, pero también estético, es su obra “Diafragma Abierto: “Esta se inspira en los sembrados de repollo en el Carmen de Viboral -dice-. Los surcos son los dibujos del agricultor sobre el paisaje. Aquí los emulo con pintura de químicos fotográficos sobre madera. Uso el revelador Dektol, que es más denso, para bosquejar la estructura. Y el revelador D76 para lograr los pétalos, que son tan delicados y transparentes como una película. Cuando el repollo cerrado empieza a abrir sus pétalos, es como cuando el diafragma de una cámara se abre. Nuevamente, se encuentran aquí fotografía y naturaleza”.
En sus investigaciones sobre el color, Ortiz siempre abierto al juego y a las provocaciones del azar, desarrolló otra vía además de la que le ofrecían los químicos y lo habían llevado hasta entonces a una paleta casi monocromática de blancos, negros y dorados como se describió anteriormente. Un día en su taller cayó por accidente un pedazo de papel crepé a una cubeta llena de fijador y descubrió así las inmensas posibilidades pictóricas del nuevo material. Desde entonces, esta técnica se volvió su particular y vibrante “fotografía a color”.
El observador del Valle
Ortiz, quien tiene como uno de sus principales postulados trabajar con la información que le proporciona el entorno, ha sido un obsesivo oteador del Valle de Aburrá, en donde ha vivido la mayor parte de su vida. Lo ha caminado intensamente, pero sobre todo lo ha observado con toda atención. En su infancia y juventud lo divisó desde la finca familiar en Santo Domingo Savio, una zona que todavía no se había urbanizado. Entonces lo dibujó como un geógrafo, pero también como un paisajista (“Apuntes sobre el Valle de Aburrá). En “Boquerón” lo fotografió con máxima austeridad. En “Medellín”, su instalación de la IV Bienal, lo entendió como un reloj solar. En sus intaglios, la ciudad se concentró en palabras esenciales (“Cable – Paisaje”). Últimamente, ha tenido acercamientos de diseñador para recrearla como los bordes de un labio carnoso y rojo, partido en la parte superior por el Boquerón (“Medellín es un labio”). Las montañas del suroeste hacen también parte de su exploración y el Cerro Tusa ha emergido este año con su imponente pico de pirámide natural y sus escarpadas faldas, dándole la cara al sol en los amaneceres y atardeceres.
La exposición y el tiempo
En esta exposición, la primera individual que realiza El Coleccionista Galería, están recogidos algunos de sus trabajos iniciales que no se habían expuesto antes, como los dibujos del Valle de Aburrá, junto a piezas emblemáticas de su carrera como Cables, Boquerón, La Luz del Valle de Aburrá, Diafragma Abierto. Igualmente, están algunos de los 36 intaglios que realizó en blanco sobre blanco con los conceptos que fundamentan su trabajo (“Nube – Boquerón”, “Accidente”, “Gesto”, “Afuera – Adentro”). En ellos, la palabra que siempre está en el origen de sus piezas se vuelve visual por primera vez, convirtiéndose en un soporte de la luz de la que ella misma habla. Se invitan también sus últimas indagaciones plásticas acerca de la luz nocturna que transforma en masa el peso de las montañas, transmuta las nubes en cortinas, borra los planos, dibuja los árboles y crea contornos antes de que el día los disuelva. Es “La otra luz”.
Como metáfora de su credo artístico, se propone en la muestra ese cuarto oscuro, alquímico, mágico, origen de su mundo, y en el que decidió internarse hasta las últimas consecuencias. Allí se exhiben pinturas de las herramientas fotográficas que tampoco había mostrado hasta ahora. La propuesta curatorial también pone en escena algunas de sus acciones (“Dibujo – Paisaje” y “Barrido Fotográfico”) en las que involucra su cuerpo. Ellas no pueden faltar para entender el pathos iconoclasta de su obra y su interés de crear comunidad e intercambios simbólicos y sociales alrededor de la sorpresa, el juego y la fiesta colectiva que provocan sus acciones.
Son muchas las provocaciones que nos hace aquí Ortiz. Ejercicios de austeridad radical y minimalista. Observaciones atmosféricas y geográficas en clave de poesía y de química. El cuarto oscuro convertido en hecho plástico. Un cubo de tiempo. La ciudad dibujada con lápices, registrada con una cámara, iluminada con papel crepé, comprimida en palabras. Exploraciones en la luz nocturna y el color. La materialización de las palabras del acto creativo. Un “Cable” de su serie de los años 70 saludando a los cables reales detrás de la ventana. Un papel fotográfico revelado ante los espectadores, donde el tiempo se materializa frente a los ojos de todos en una fiesta urbana. Otro, “barrido” con escoba para hablar de la mancha, la veladura, el pigmento en la representación del movimiento.
Piezas que han llevado al límite la fotografía que practicó el artista en sus inicios, antes de decidirse a pintar con los mismos químicos fotográficos los misterios que no podía fotografiar. Y en este sentido es una obra bisagra la pintura de una nube que hace el artista con revelador. Ésta no será ya una huella de la luz fijada definitivamente sobre un negativo como en “Boquerón”, sino una textura viva y cambiante, al igual que las nubes reales en el cielo. Latidos de la materia con los que Ortiz produce paisajes vivos que seguirán respirando, oxidándose y transformando durante la muestra.
Este es un Tiempo de Exposición, del papel, de las imágenes, del artista. Se reconoce aquí el rol decisivo de Ortiz en la historia del arte colombiano y latinoamericano que ha llevado su obra a las principales colecciones nacionales, pero también internacionales como la del MOMA de Nueva York y el Museo Reina Sofía de Madrid, entre otras. Sin embargo, la muestra también insiste en su protagonismo en la escena actual. Por ello, su obra alimentada por la libertad de las míticas bienales de Medellín logra hoy un diálogo fluido y contemporáneo con los artistas jóvenes de la ciudad, reunidos en el iconoclasta Barrio Colombia.
Jorge Ortiz, el que se les adelantó a todos y el que, como pocos de su generación, sigue caminando.
BIBLIOGRAFÍA
Aguilar, Melissa y Lopera, Jorge (2017). Despliegues gestuales: Alfonso Bernal, Jorge Ortiz, María Teresa Cano. Bogotá, Fundación Gilberto Alzate Avendaño.
Badawi, Halim. (2019) Historia URGENTE del arte en Colombia. Bogotá, Planeta.
Fernández, Carlos Arturo. “Los paisajes de Jorge Ortiz: poesía de la luz”. Salauartecontemporaneo’s.
Rueda, Santiago, (2017). Autorretrato disfrazado de artista. Arte conceptual y fotografía en Colombia. Bogotá, Editorial La Bachué.
Serrano, Eduardo (1978). Cables. Jorge Ortiz. IV Salón Atenas. Bogotá, Museo de Arte Moderno de Bogotá.
Sierra, Alberto (1981) “Jorge Ortiz” en Catálogo IV Bienal de Arte de Medellín. Medellín. Corporación Bienal de Arte de Medellín.
CURADORA